Sobre la vida y la muerte

En la zona de jardines de mi urbanización hay un pequeño cementerio que me había llamado la atención desde que me mudé a esta zona. Entre unas cosas y otras todavía no había entrado y ayer, llegado a casa pronto, se me antojó explorarlo. 

Mucha gente me pregunta por qué me gustan tanto los cementerios. ¿Por qué no? -les respondo- ¿cuál es el tabú al respecto? Estos recintos reflejan en buena medida la cultura que los ampara. Del mismo modo que disfruto visitando yacimientos arqueológicos, castillos, simples calles o museos cuando viajo, intento incluir alguno de estos mágicos espacios. Cómo concebimos y afrontamos la muerte dice mucho de nosotros. 

El sol ya se escondía en el horizonte cuando me dirigí hacia la entrada del diminuto cementerio. Lleva semanas nevando y el paisaje blanco era de lo más relajante. Antes de cruzar la verja me percaté de un cartelito que reposaba a su lateral derecho. No entendí por completo el texto, estaba en sueco antiguo, pero intuí que se trataba de una especie de poema dedicado al descanso de los difuntos. Atravesada la reja, me esperaba un camino cubierto de nieve inmaculada. Claro, las calles de habitual tránsito se vacían cada mañana, pero los parques y jardines permanecen congelados en el tiempo hasta que la nieve se derrite.

Avanzar por el sendero me resultaba mágico. Tan solo una persona había pasado por allí esta semana: los restos de sus huellas la delataban. Había dado un corto paseo hasta la tumba más cercana, se había detenido un tiempo imposible de definir y había vuelto rehaciendo sus propios pasos. Aparentemente un perrito acompañaba en el recorrido. No se había desviado de la ruta ni un centímetro. ¿Coincidencia o ritualismo? 

Dichas pisadas compartían protagonismo con las de un par de pájaros y una liebre. Por lo demás, estaban únicamente mis pies hundiéndose casi un palmo en la nieve, paso tras paso. Me sentía intrusa. Me aproximé a las tumbas, no conté más de diez. ¡Qué espacio tan privilegiado! La curiosidad de saber quiénes reposaban en este exclusivo camposanto me llevó a escudriñar las inscripciones de las lápidas. Los nombres estaban bastante deteriorados pero todavía era posible leer las fechas en que vivieron sus inquilinos. Nada menos que a mediados de 1700. Fascinante. ¿Cómo habían sobrevivido trescientos años a las inclemencias del tiempo y los numerosos cambios urbanísticos de la zona? Si tenemos en cuenta que la ciudad fue fundada apenas cien años antes de que las tumbas se instalaran, la cosa se pone aún más interesante. Estamos hablando de las primeras generaciones que vivieron en Göteborg. Por supuesto las zonas y municipios cercanos estaban poblados desde tiempos mucho más antiguos, pero la fundación de la ciudad que hoy conocemos en esta ubicación data del 1621. 

El ambiente se volvió más místico si cabe, habiendo leído estos detalles. Del resto de los escritos, entre la erosión y lo críptico del lenguaje, no pudé averiguar mucho más. Cada tumba parecía albergar un matrimonio, alguna pareja compartía también espacio con una hija fallecida prematuramente. Algo, imagino, relativamente común en la época. Me hubiese encantado saber cómo fueron sus vidas, por qué sólo ellos se enterraban allí, cuál fue su oficio. Viajar en el tiempo, detenerlo, conocer su realidad. Me quedé unos minutos reflexionando sobre la paradoja del momento. ¿Qué hubiesen prensado al ver una joven varios siglos más tarde despertando su memoria, menteniéndola viva de algún modo? Será quizás esta, nuestra humilde manera de eludir la muerte y el olvido eterno. 

Y es que siempre hay algo nuevo qué descubrir, a veces incluso en tu propio jardín. 




Comentarios

  1. Siempre es interesante intentar descubrir quién pobló antes que nosotros diferentes ciudades o pueblos...

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Manto blanco hibernal

Si la guerra llega a Suecia

El infierno en la Tierra