Mi nueva nacionalidad
De dónde venimos. Quiénes somos. Hacia dónde vamos. Demasiadas incógnitas para lo corto de nuestro periplo humano en este planeta. Tiendo a considerarme una ciudadana del mundo, me identifico mucho más con este concepto que con la idea de pertenecer a un lugar concreto. ¿De dónde eres? Pregunta del millón: tan simple para algunas personas, compleja para otras. Soy de muchos sitios y de ninguno. Mi "ser" equivale a un puzle de matices que va encajando a medida que crezco, vivo, envejezco, experimento, aprendo. Se da la circunstancia que he vivido en diferentes lugares y exprimo el privilegio de viajar cuanto puedo. Tengo una lengua materna, otra de adopción, alguna de conveniecia y varias por pasión. Cada una me abre posibilidades de entender e interpretar la realidad, desde su singularidad. Todo ello, sumado y maravillosamente combinado, define de dónde soy.
Por supuesto, semejantes realidades no suelen verse reflejadas en nuestro pasaporte, ya que por norma general es el país de origen el que lo expide. Hoy en día existe una mobilidad entre países y continentes tremenda, por lo que también hay quien solicita la nacionalidad del estado en el que reside. Resulta curiosa la manera en que este aspecto influye en tu personalidad al establecerte en otro país. Para los ciudadanos de tu "nuevo" país eres extranjera, mientras que para los del anterior perteneces al lugar al que te has mudado. Por no nombrar esa necesidad imperiosa que siente la mayoría de la gente con la que te cruzas de averiguar tu procedencia.
Para ponerle un poco de diversión al asunto, cuando alguien me pregunta por mi origen yo le animao a tratar de adivinarlo. Al fin y al cabo, mi trabajo se basa en la comunicación oral realizando visitas guiadas y otras actividades en un conocido museo de arte, y es precisamente en este ámbito cuando más frecuentemente se me pregunta. Si me oyen hablar durante más de una hora no puede ser tan difícil de descifrar, pensaba. Pero lo interesante es que, hasta día de hoy, ni un solo visitante ha dado en el clavo. Las propuestas han sido variopintas: noruega, holandesa, rusa...incluso lituana. En una ocasión recibí la siguiente respuesta de una visitante al revelarle que vengo del sur de Europa: "Oh, vaya, no lo parece para nada. Con el acento tan correcto que tienes". No quise iniciar una polémica conversación porque, por suerte o por desgracia, hay mucha razón en su comentario. A las personas que tienen una lengua románica como materna les cuesta horrores sonar suecas. Es una realidad, se suele notar muchísimo. Así que intenté tomármelo como un cumplido.
Aún así, el fenómeno que más me ha llamado la atención al respecto se ha desarrollado en los últimos tres meses. Durante este tiempo, a una gran parte de mis interlocutores les ha dado por preguntarme si soy polaca. Eso o asumirlo directamente. Me lo pueden llegar a decir tan frecuentemente en un solo día de trabajo que me he planteado empezar a contar las veces. Yo creo que si me hubiesen dado un euro por cada una de ellas, a estas alturas me puedo pagar un buen viaje a explorar mis supuestos orígenes centroeuropeos. La situación se ha puesto tan seria que estoy oficialmente esperando la llegada del certificado de mi nueva nacionalidad al buzón. Es cuestión de días, a estas alturas. Una podría haberse imaginado aspirando a la sueca, pero nunca se sabe las sorpresas que nos depara la vida.
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